11 de septiembre de 2010

Monza

Igual que me da por saco que a Bolonia se la conozca más por el chanchullo universitario que por San Petronio o sus kilómetros de soportales, en días como hoy Teodolinda se revuelve en su tumba mientras la fama del circuito de Monza eclipsa a los cachos patrimoniales que pueblan dicha ciudad.



Para empezar, tenemos un duomo con una fachada gótica de mármol monísima y el interior lleno de frescos hasta el corvejón. En su origen, fue una fundación longobarda del siglo VI , época de la cual proceden la mayoría de los cachitos orgásmicos que guarda en su interior. Sin embargo, el tesoro que guarda en su museo (antiguamente, en una especie de sacristía muy cutre que no dejaba de tener cierto encanto) le da sopas con honda al duomo, a las carreras y a la madre que los parió a todos. Recapitulamos:

-Una capilla con frescos donde nos cuentan la vida de Teodolinda, una señora medio longobarda medio bávara que se casó con un tal Agilulfo y reinó con un par de ovarios bien cromados.

-Una colección de orfebrería que hace babear a todo aficionado a las artes suntuarias. Evangeliarios, cruces, y una irrepetible gallina con pollitos que ya quisiera yo p'a mis cachorros caso de reproducirme algún día.



-Un cacharrito cuyas implicaciones, amiguitos, están íntimamente relacionadas con lo que viene siendo Europa, sus devenires y destinos más o menos funestos. Su historia, queridos niños, se remonta a tiempos antiguos, en los que los paganos dominaban el mundo y las orgías estaban a la orden del día: el Imperio Romano.

Tenía el imperio un emperador de nombre Constantino, cuya madre estaba un poco de la olla, toda entregada a una nueva religión de origen oriental que promovía la abolición de la esclavitud y la condena de la masturbación, entre otras cosas. Esta señora, llamada Elena, decidió irse de excursión a la zona de origen de este rollo, a ver los lugares que hollaron los pies de su fundador, resuelta a encontrar (cual Schliemann con Troya) aquellos elementos que aparecían en la leyenda de su vida: en concreto, le interesaba la cruz donde murió dicho líder, dos cachos de madera cruzados en forma de instrumento de tortura brutal.

Pues iba Elena por allí, tararí, tarará, y se le ocurrió que interrogar judíos era un método cojonudo para encontrar trozos de leño de cuatro siglos antes. Una vez encontrado el lugar donde (milagrosamente) estaba lo que buscaba, se encontró con que había tres, no una; lo cual, por cierto, concordaba con lo que las historias contaban, ya que el líder compartió monte de tortura con dos señores más. ¿Cómo acertar con la buena, pues? Nada mejor que coger un fiambre e ir refrotándolo por las maderas, a ver qué pasaba. Al contacto con una de ellas, el muerto se hizo zombi; digo, resucitó milagrosamente. Esa cruz se contrachapó de oro, piedras preciosas, y fue colocada en el patio de un parque temático dedicado al Santo Sepulcro del líder.

Curiosamente, aparte de eso, Elena también encontró el resto de los accesorios que venían en las historias: una corona de espinas y unos cuantos clavos polivalentes de eficacia más probada que en Tenn con bioalcohol, que añadidos a un brocado de caballo o a un casco protegían más que el ESP. Esos clavos, o al menos uno de ellos, fue entregado por el Papa del momento a nuestra amiga Teodolinda, quien se dejó de zarandajas profilácticas en batallas y los fundió en forma de aro para hacer una corona (de este proceso hay leyendas variadas, a gusto del consumidor). Imaginamos que debía de tener efecto parecido a una power balance, pero en mental o algo.




Semejante cacharro fue utilizado durante siglos para coronar reyes y emperadores, entre ellos gente tan famosa -y belicosa- como Carlomagno, Federico Barbarroja, Carlos I/V y el mismísimo Napoleón. Siendo un objeto de tan grande simbolismo e implicaciones, sufrió los avatares de la historia, con traslados y restauraciones incluídas.

Pero como siempre, oh tiernos infantes, vienen la malvada química y los escépticos con su manía de analizarlo todo y descubren cosas inquietantes. El aro interior de la corona, el supuesto clavo, ni siquiera es hierro: es plata, probablemente procedente de una de las restauraciones de la pobre joya. Aquí, donde el rollo mágico nos importa poco, nos la pela dieciséis veces: la carga de esta corona es haber sido testigo de las cabezas que decidieron el destino de Europa durante unos cuantos siglos. Que ahora corran señores en coche me parece muy bien, pero la carga de Monza, coleguitas, es mucho mayor.

1 comentario:

  1. Muy interesante esta ciudad, desconocía toda su riqueza artística, me gustaría vistarla. Y a propósito: felicidadespor el blog, me lo he pasado muy bien leyendo las medievaladas

    Elena

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