17 de julio de 2008

Mi loco preferido

No hay casualidades en la producción de Salvador Dalí, ni en la obra pictórica ni en la escrita, a partir del momento en que toma conciencia de su genialidad. Cada pincelada ha de encumbrarlo como artista y cada línea servir de apoyo, sustento y propaganda del mayor de todos sus proyectos: su propia vida. Partiendo de esta base, escriba lo que escriba, ya sea ensayo, novela o su propio diario, tiene presente que el objetivo sus textos no es otro que el de sostener la megalómana construcción de su propio mito.

Y lo hizo bien, el muy cabroncete. Se montó un personaje y perdió los límites con él: de hacerse el tarumba pasó a estar como una regadera del todo. Era onanista tanto sexual como vitalmente, y con cuatro hojas que te leas de él lo deduces: cuánto se quiere, se admira y se mola a así mísmo.

Sólo un ego desproporcionado podía asumir una tarea semejante, por tanto, sólo un verdadero genio sería capaz de llevarla adelante con el éxito que mediático de este señor. Paso a paso, levantó la percepción que había de tener el mundo presente y futuro de su vida, su obra y su personalidad, sin dejar al azar apenas nada. Eso es hacerse a sí mísmo, sí señor: a cincel y martillo. Cuánto le habría gustado al Divino internet. ¿Se imagina alguien su blog?

Qué le voy a hacer si uno de los mayores genios del arte occidental me cae como una patada en la rabadilla. Salvador Dalí era la repolla en vinagre, hablando en plata, mientras se trate de arte; como persona humana, sintiéndolo mucho, era un egocéntrico prepotente, hipócrita y snob siempre arrimándose al sol que más calentaba. Un puto superviviente surrealista.

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