8 de diciembre de 2010

Colegiata de Santa María, A Coruña


Todo empieza con una fachada de sospechosos arquillos lombardos, que se tornan una especie de mocárabes embutidos bajo un alero nimio cuando te acercas. El conjunto parece un tanto artificial, soso, sin gracia. Al cruzar la puerta te recibe un último tramo de penosa desnudez, con habitáculos a los lados abiertos mediante penosos arcos mixtilíneos. Tratando de obviarlo, llegamos al meollo de la cuestión.

Si un dipsómano con un pasado de maestro de obras en el siglo XII hubiera decidido, de repente, que apilar piedras sobre una cimentación dudosa calculando los empujes con la cuenta de la vieja era una buena idea, habría perpetrado algo semejante. El ambiente es oscuro y contradictorio: la leve pendiente que te conduce hacia el presbiterio a través de la nave central, en la oscuridad del templo, provoca un sentimiento de resistencia a ser arrastrado a ese abismo que espera en el ábside. Las naves laterales, nimias como un triforio ciego, ostentan unos arcos tirantes que destrozan ese intento de hallenkirsche que pudo pretenderse conseguir al colocarlas casi a la misma altura que la central. El abocinamiento eterno de las ventanas, abiertas con un peculiar sentido de la simetría y cegadas a capricho, no consigue tamizar la iluminación como en otras obras, sino que abre breves saetas de luz capaces de cegarte en cuanto te descuidas. Cuando consigues elevar la cabeza, los arcos de refuerzo que reptan entre los fajones en ángulos levemente desviados consiguen terminar de desestabilizarte, haciéndote tropezar en esa caída libre hacia el altar a la que te lleva el suelo.

La única solución que te queda es sentarte y tratar de gestionar el espacio con algo de paciencia. Al contemplar esta caja de cerillas de bóveda agitada, te das cuenta de lo jodidamente difícil que es proyectar y ejecutar cualquier edificio no ya de este calibre, sino (por ejemplo) la mismísima catedral de Santiago, donde el equilibrio te transmite paz y la bicromía te acoge, sin la hostilidad de esta colegiata deforme. Habría que incluir, al estudiar, abortitos arquitectónicos como este para poder apreciar mejor los grandes logros. Si tomamos las obras principales como estándar, no tenemos perspectiva; y la perspectiva, hermanos, es la madre de la toma de buenas decisiones. Ahí queda eso.

1 comentario:

  1. Ucrónica amiga:

    Me ha encantado esta reflexión. Aunque no conozco la iglesia que ha dado origen a la misma; comparto totalmente la opinión del enorme valor pedagógico de las construcciones fallidas, desangeladas, inanes, erróneas, asimétricas, mediocres e insípidas como contraste. Construir una iglesia románica está tan lejos de mi máxima capacidad que aún la más cutre merece mi respeto; pero sólo el error nos muestra la dificultad y nos aleja de la superficialidad del "ah, muy bonito", cuando nos presentamos ante una obra magistral.

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